No es misión de las sociedades científicas, en su conjunto, posicionarse “a favor” o “en contra” de la eutanasia porque ni ésta ni el suicidio asistido son cuestiones que formen parte de la actividad clínica del médico como sí lo son, por el contrario, los cuidados paliativos.
Es imprescindible aumentar la calidad de la atención sanitaria y social en el final de la vida dentro de la práctica clínica diaria de los profesionales sanitarios, algo que más que una ley requiere de un potente desarrollo dentro de nuestro modelo socio-sanitario en el que todos deberíamos involucrarnos. Con seguridad se requerirá una decidida acción política, pero mayor en lo relacionado con la financiación e impulso organizativo, que en la regulación estricta del final de la vida.
Si una eventual “Ley de Cuidados Paliativos” se ocupara finalmente de los límites entre la paliación, la eutanasia y el suicidio asistido, algo que parece razonable, en realidad ya no solo sería una “Ley de Cuidados Paliativos” sino una ley sobre el final de la vida, llamémosla “Ley de Eutanasia” o no.
Las sociedades científicas están al servicio de la mejor calidad de la atención sanitaria, y por eso se entiende que demanden y apoyen la mejora en la articulación y extensión de los cuidados paliativos. Otra cosa es que se considere que el debate sobre eutanasia y suicidio asistido podamos resolverlo los profesionales sanitarios; ni siquiera que sea un debate propio.
La prevalencia del principio de la libertad sobre el de respeto a la vida es un tema de hondo calado jurídico y, por supuesto, moral. Nuestra sociedad considera héroes o mártires, según el caso, a aquellos que libremente se “exponen a” o “aceptan”, una muerte cierta, cuando lo hacen por un bien superior o por fidelidad a sus convicciones más irrenunciables. En esos casos, asumimos que la libertad individual o la autonomía del sujeto llega a ser superior al bien de la vida en sí mismo.
Los médicos, al igual que otros profesionales sanitarios, nos debemos a la búsqueda del bien de nuestro paciente (beneficencia) y al no hacer daño (no maleficencia). Si nos preguntan individualmente cuáles son nuestros principios y valores no vamos a incluir jamás el provocar daño intencionadamente a nuestros pacientes, y menos su muerte. Y así lo recoge nuestro código deontológico. Pero sí tenemos claro que es bueno acompañar y aliviar el sufrimiento siempre incluyendo, cómo no, el final de la vida.
Decidir cuándo la autonomía del paciente es un valor superior a la no maleficencia es la cuestión más difícil. Tenemos claro que la autonomía del paciente es superior a nuestra beneficencia y, por eso, es tan importante la deliberación clínica y el consentimiento informado, para una toma de decisiones lo más ajustada posible a los intereses y valores de nuestros pacientes.
La autonomía debe ceder ante el principio de justicia si lo que se demanda es fútil y, lógicamente, también ante la no maleficencia. Pero la cuestión es que las utilidades que los pacientes atribuyen a una determinada situación, tomando como 0 la muerte y 100 un estado perfecto, pueden ser negativas. Es decir, un sujeto lúcido, no coaccionado y competente puede considerar que su situación es peor que estar muerto, aun cuando la muerte no sea inminente.
Este es el dilema que los médicos no podemos abordar desde la posición de nuestra actividad clínica diaria, a diferencia de lo que ocurre con los cuidados paliativos. Por este motivo, si se va tratar en el Congreso de los Diputados los límites entre paliación y eutanasia, lo de menos es que se hable de “Ley de cuidados paliativos”, o “de eutanasia”. Defendemos trabajar en una “Ley sobre el final de la vida” que agrupe la Planificación Anticipada de las Decisiones (PAD), ya regulada, además del propio discernimiento de los límites de la paliación. Es un debate social, más que médico, aunque nos afecte mucho.