La política, sus ladinas e imprevisibles artes, se está ensañando en estos días con la sanidad, un sector habitualmente alejado del interés de los partidos, pero que últimamente parece abocado a despertar una inusitada atención. En apenas una semana, ha dimitido una ministra y ha sido destituido un consejero de una comunidad tan importante como lo es Madrid.
En los dos casos, la política ha podido más, mucho más que la sanidad. Si Mato renunció para detener en su persona los efectos del caso Gürtel, intentando preservar la figura del presidente Rajoy, Javier Rodríguez ha caído tras una nueva demostración de su incontinencia verbal en el caso de la auxiliar infectada por ébola, que amenazaba con afectar a la imagen del presidente madrileño, Ignacio González.
En ambos casos, tan diferentes y a la vez parecidos, la sanidad no ha aparecido por ningún lado. Las decisiones se han tomado en clara perspectiva electoral, en un escenario en el que cada movimiento es analizado pormenorizadamente por asesores y sociólogos más pendientes del mínimo cambio en la intención de voto que del curso natural de los acontecimientos. La oportunidad política ha sido devastadora en el caso de Mato, puesto que el fallo del juez Ruz que la declara partícipe a título lucrativo de los regalos de la red Gürtel se conoció un día antes de que el Congreso debatiera la corrupción. Y la reiteración parece haber sido la condena de Rodríguez y seguramente del propio González, que parece no haber tenido más remedio que destituir a su consejero, pese a que considera positiva su gestión en este año escaso.
Y efectivamente así cabe calificarla. Rodríguez llegó en un momento especialmente convulso para la sanidad madrileña, esta vez sí, por razones estrictamente sanitarias. El plan de externalización de la gestión de varios hospitales había despertado demasiadas críticas y la Consejería no podía estar por más tiempo generando una controversia sin fin. En apenas unas semanas, Rodríguez pacificó el sector. Eliminó de su vocabulario cualquier alusión al plan de su antecesor y las aguas volvieron a su cauce. El sector agradeció su talante y los profesionales, contentos por su procedencia, se sintieron cómodos con un médico al frente.
Después sobrevino la crisis del ébola, y pese a todos los pesares, no es posible decir que el consejero Rodríguez sea responsable de una mala gestión estrictamente sanitaria. A la luz de los hechos –la curación de la auxiliar Teresa Romero, la inexistencia de nuevas infecciones y la declaración de la OMS devolviendo a España la condición de país libre del virus-, la calificación debería ser precisamente la contraria, un mérito compartido por la exministra Mato. Sin embargo, las declaraciones del consejero, sorprendentemente altisonantes en un parlamentario experimentado como pocos, han terminado tensionando el clima político –insistimos, que no sanitario- hasta un límite que el presidente González no ha podido, ante la cercanía de las elecciones, sostener por más tiempo.
Javier Maldonado es el tercer consejero de Sanidad en una legislatura especialmente complicada en la Comunidad de Madrid. Quizá sea una enseñanza para el próximo Gobierno que salga de las urnas, en solo unos meses: tanto cambio no puede ser bueno para la sanidad, aunque quizá la lección debería ser aprendida en primera instancia por los políticos que toman decisiones más allá de las circunstancias estrictamente sectoriales.
Salvando las distancias y sin que sean perfiles parecidos, sí es posible establecer un paralelismo interesante entre las figuras de Maldonado y del nuevo ministro de Sanidad, Alfonso Alonso. Los dos son rostros nuevos, sin ninguna rémora, que han ido avanzando paso a paso en sus carreras políticas y que parecen culminar con sus nuevos cargos trayectorias claramente crecientes: Maldonado, de asesor a consejero, Alonso, de concejal a ministro.
Ojalá no fuera mucho pedir que tanto a uno como a otro se les pudiera juzgar, a partir de ahora, por sus realizaciones sanitarias, para bien o para mal, y no por las circunstancias políticas que seguramente terminarán por afectar, y quién sabe si determinar, su futuro en las altas responsabilidades ahora asumidas.
Un punto y aparte merece la dimisión de Pilar Farjas, que tiene una lectura muy diferente y cuya gestión tiene obligadamente otra interpretación a la enunciada en este editorial. Pero, como decía Michael Ende, esa es otra historia…