El sistema español de formación MIR goza hoy de excelente reputación dentro y fuera del país. Incluso se le considera un referente por parte de los políticos nacionales (que a menudo lo citan para extrapolarlo al ámbito de la Educación) y extranjeros, que envidian sus excelentes resultados en la capacitación de los profesionales. Pero nada de ello hubiera sucedido si un puñado de médicos españoles no hubiera aprovechado su momento histórico para crearlo. Aquí se recoge el relato de cómo ese colectivo de primeros MIR engendró un modelo formativo tan exitoso.
Una de las primeras características de aquellos jóvenes médicos de los años 60 estriba en su interés por la política nacional en contraste con el desapego de los actuales residentes hacia la misma cuestión. Algo en lo que coinciden las tres fuentes con las que ha conversado LA REVISTA de Redacción Médica, quienes vivieron “como un descubrimiento personal” aquel momento fundacional, como se refiere a él Javier Arpa, neurólogo formado en La Paz en la promoción de médicos internos residentes comprendida entre 1969 y la primera mitad de los 70.
Dos de sus colegas, Antonio Sueiro (neumólogo) Salvador Juárez (internista) formaron parte de sendos grupos aún anteriores en el mismo centro, por entonces nombrado Ciudad Sanitaria por Franco: de julio de 1967 y de 1968, respectivamente. Los tres aportan una mirada del fenómeno del MIR con la perspectiva del tiempo que no deja lugar a dudas sobre su origen teñido de actividad política desinteresada que, según ellos, quedó diluida en un vago interés por el devenir social del país y otro más notorio por las condiciones que atañen solamente al colectivo médico.
Antonio Sueiro, médico neumólogo, rememora el origen del MIR y de las especialidades médicas.
En primer lugar, fueron los iniciadores del MIR porque nada parecido existía aquí cuando se licenciaron. “Al terminar la carrera, los médicos tenían tres caminos: abrir una consulta privada alquilando un piso y colocando un letrero en el portal; pegarse a un catedrático que después te avalaba un título que reconocía la formación en su área, y la tercera por explorar, a la que unos cuantos nos sumamos, que consistía en formarse en un hospital general que acababa de reclutar, como jefes de Departamento, a figuras médicas muy relevantes del país para dotarse de prestigio”, cuenta Arpa.
En el caso de La Paz, el maestro que dirigió a las fuentes consultadas fue el profesor Julio Ortiz Vázquez, del que queda el recuerdo del aula homónima en el hospital y la memoria de sus discípulos, más relevante en opinión de sus devotos que los homenajes póstumos.
De esa confluencia entre grupos de médicos para aprender su oficio, por primera vez en los hospitales generales, y líderes destacados con pedigrí clínico y científico, salieron los primeros MIR en centros como La Paz, Puerta de Hierro, Fundación Jiménez-Díaz (los tres de la capital), General de Asturias –primero en implantar el sistema–, Marqués de Valdecilla de Santander o Príncipes de España de Barcelona (actual Hospital de Bellvitge), según enumera Sueiro.
“El invento del MIR nos dio la posibilidad de trabajar en un hospital público como becarios –explica Arpa–; al principio estábamos remunerados con una beca, pero, en la Fundación Jiménez Díaz, era de tan poca cuantía que, al menos en mi caso, me hubiera sido imposible vivir en Madrid al no disponer de ayuda de la familia; en cambio, en La Paz daban algo más de dinero y entonces sí fue posible la estancia en la capital”.
Este especialista, que sigue activo como médico en la actualidad, recrea la manera en que muchos de sus colegas se encontraron para sobrevivir y aprender de la mejor manera posible en un hospital del Instituto Nacional de Previsión (IPN), el organismo anterior al Insalud que centralizaba entonces las competencias de sanidad: “Entre varios residentes alquilábamos un piso; el hospital daba para comer al mediodía (el desayuno lo buscábamos por nuestra cuenta) y la cena la hacíamos en algún chiringuito de la ciudad: nos apañábamos así”.
Alrededor de treinta médicos por año coincidieron en La Paz a finales de los 60 para construir una de las primeras promociones del MIR españolas, y muchos de ellos lo hicieron en esas condiciones tan precarias que relata Arpa.
“Trabajamos duro y éramos pobres como ratas con una beca de 3.700 pesetas al mes (23 euros); pero, luego, de médico adjunto pasabas a cobrar algo menos de 20.000 pesetas mensuales (125 euros) con lo que ya podías casarte, compartir un Seat 600 a plazos…: pasabas de la miseria a la opulencia”, rememora Juárez con ironía.
el nacimiento de la medicina científica
El nacimiento de las especialidades en los años 70 tan solo fue la punta del iceberg de las contribuciones de aquellos médicos nacidos en los 40. El propio Antonio Sueiro define el periodo descrito como “el principio de todo: de la dedicación absoluta y completa del médico al hospital; de los hospitales públicos como base fundamental de la Universidad incorporada –caso de la Autónoma en Madrid–; y de la Medicina científica y dedicada al paciente”.
“Todo ello obtuvo reconocimiento internacional y, ya en el tiempo de José Antonio Griñán como ministro de Sanidad, le felicitaban colegas de otros países por la evolución del sistema MIR en España, que además fue paralelo al de otros países occidentales salvo el desmarque de las tradiciones inglesa y americana”, ilustra.
Una entrevista con preguntas “de cultura general”
Esa treintena anual de médicos no se enfrentaba al famoso examen nacional, que llegaría en 1978. Pero tampoco entraba en el hospital para recibir un periodo privilegiado de instrucción de manera gratuita. “Debías pasar una entrevista personal en la que te preguntaban sobre conocimientos de cultura general y también se fijaban en por dónde respirabas en política”, revela Arpa, quien no duda en afirmar la existencia de filtros ideológicos que condicionaban ser o no escogido para la plaza de residente.
“En mi caso, al ser Ortiz Vázquez una persona de mentalidad más abierta, y que solía decir que nunca discriminaría a nadie por sus ideas políticas o religiosas, gente como yo acabó entrando, cosa que es probable que no hubiera sucedido con otro jefe de Departamento”, asevera.
Sueiro, en cambio, asegura que “aun conociendo la afinidad política del aspirante a MIR, eso no se convertía en una barrera inexpugnable para que pudiera incorporarse al sistema, y, de hecho, hay médicos de variada ideología reconocida de entonces y todos ellos fueron residentes, siguieron su carrera y nadie les puso ninguna traba para que se mantuvieran en su nivel formativo y profesional”.
Javier Arpa, neurólogo, se formó en el MIR en los años 60.
Más tarde, el propio Arpa formó parte de uno de los primeros logros reivindicados por el movimiento MIR: las comisiones paritarias de Docencia (mitad de su composición, residentes, y la otra mitad, adjuntos de la plantilla del hospital más un presidente que pertenecía al centro –su único elemento impar–), que sustituyeron el encuentro personalizado con el jefe del Servicio para seleccionar a los MIR.
“Preguntábamos a los aspirantes cosas como si conocían la diferencia entre impuestos directos e indirectos, es decir, algo que nos indicara una mínima inquietud por la realidad política y social”, reconoce al tiempo que enumera las revistas de la época que más atraían tanto a docentes como a residentes, caso de Triunfo y Cuadernos para el Diálogo.
‘Líquido cefalorraquídeo’ y Fuerza Nueva, dos extremos de la política
Quienes las leían ya se perfilaban como contrarios al régimen franquista, una característica que identificó a los MIR dentro de un vasto espectro de opciones políticas que incluía hasta 171 partidos, sindicatos y asociaciones.
“De forma esquemática –cuentan los veteranos– los médicos residentes se situaban en dos polos: uno lo formaban la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) que, en nuestra jerga, llamábamos líquido cefalorraquídeo, y la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), de línea marxista-leninista del pensamiento de Mao Tse-Tung; y, en el otro extremo, partidos como Defensa Universitaria o la Fuerza Nueva de Blas Piñar”.
En el tiempo actual, predomina “la indiferencia o la hibernación política de los MIR”, en expresión compartida por las fuentes consultadas, quienes insisten en que se trata de algo que ya sucedía en muchos de los residentes de su época.
“Inicialmente, la mayoría era apolítica”, apostilla Arpa y coincide en esa percepción con Juárez, para quien “decididamente abundaban los indiferentes, que ahora llamaríamos pasotas, y que asistían a una reunión como mucho y siempre y cuando no les comprometiera”.
Tampoco Sueiro desentona en este apartado, pero se apresura a definir a los primeros MIR como un colectivo, en comparación con el de ahora, “mucho más comprometido en el sentido político-social y en la dedicación al hospital”.
Como ejemplo que lo corrobora, este neumólogo y miembro activo de la Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica (Separ) se remonta “a la huelga que ganamos, en 1971, por la expulsión del director del hospital psiquiátrico gallego de Conxo”. Para él aquello fue un hito de la voz de los MIR frente al régimen y una prueba del interés que sentían por la política sanitaria nacional.
“Manteníamos reuniones en hospitales de otros lugares y viajábamos por toda España”, confirma Juárez, quien presume de haber acudido a asambleas en el Hospital de la Santa Creu i San Pau de Barcelona, La Fe de Valencia o el General de Asturias, “donde nos mezclábamos con gente que, luego, llegó a dirigir estructuras sanitarias como Conde Olasagasti, Sabando, Nadal y otros muchos”, añade.
Del contrato de trabajo al rechazo a la troncalidad
Por supuesto, las reivindicaciones de aquéllos jóvenes médicos universitarios priorizaron sus propios intereses, solo que, a tenor de los entrevistados, en aras al bien de las generaciones de médicos venideras conscientes de su posición histórica para conseguirlo.
Salvador Juárez, médico internista, enumera el temario del primer año de internado en La Paz.
Una de las primeras fue algo tan básico como su contrato laboral pues, según cuenta Juárez, los primeros años se dio la paradoja de que, como becarios, “si enfermábamos, no teníamos derecho a la asistencia sanitaria para la cual trabajábamos”, pues entonces la sanidad solo cubría a quien cotizaba a la Seguridad Social, y no a casi todos los ciudadanos españoles pagadores de impuestos, como sucede ahora.
No mucho tiempo después, como parte de la construcción del MIR por sus protagonistas, se mejoraron las condiciones de trabajo y, tal como apunta Sueiro, si las primeras promociones contaban con entre uno y dos años de rotación interna, en seguida se prolongó a dos años más la residencia en formación y, al poco, se fijó el actual sistema de residentes constituido por cuatro o cinco años en función de la especialidad.
Pero en la segunda mitad de los 60, donde comienza este relato, “todavía no había especialidades: salvo algunas muy concretas en La Paz como Obstetricia y Traumatología, en lo más básico solo existían Medicina y Cirugía” –confirma Sueiro–.
Esto es, la primera generación del MIR también coincidió con el nacimiento en España de las especialidades médicas, hoy envueltas en el decreto de la troncalidad, que exige dos años comunes obligatorios y ha despertado el rechazo de buena parte de los estudiantes de Medicina, no contentos por la forma en que se les dirige hacia la rama médica a la que se dedicarán en el futuro.
Según recuerda Juárez, “en todos los hospitales el primer año se entendía como un año rotatorio por las diferentes especialidades como médico interno; en La Paz hacíamos tres meses en Medicina, dos en Pediatría, tres en Cirugía (mitad en Cirugía General y mitad en Traumatología), dos meses en Maternidad (Obstetricia), dos en Anatomía Patológica, y, si quedaba algo de tiempo, se repartía entre Rayos X o bien Laboratorio”.
Un programa que, conforme ha avanzado, han copiado las facultades de Medicina, que dedican el sexto curso de carrera a realizar el equivalente al que era el primer año de residencia en la primera extirpe del MIR. Toda una metáfora del acierto en la forma de organizar a los médicos recién licenciados que fue creada por ellos mismos con la alianza de sus venerados maestros y la complacencia de los políticos. Como reza el proverbio, los mejores gobernantes no son los que imponen las leyes, sino los que dejan que los propios hombres las descubran mientras caminan.
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