Este artículo es una versión periodística, más reducida y sintetizada, del publicado en la revista Pediatría Integral.
Históricamente, se ha considerado la medicina como una mezcla de tres ingredientes prácticos: ciencia, técnica y arte, cada uno con sus propios riesgos o desviaciones. El componente artístico se genera en la experiencia profesional de cada uno. Es el factor individual y humano, en el que se pueden incluir diferentes elementos, según la perspectiva desde la que se analice; así, el conocimiento intuitivo, la pericia y el denominado “ojo clínico” es, digamos, el factor arbitrario de la práctica clínica y que por tanto, es fuente de incertidumbre en las observaciones, percepciones y estilos de practicar la medicina. Y es fuente de variabilidad, incluida la variabilidad perversa, que existe por desconocimiento y por falta de aptitud profesional.
Resulta claro, por tanto, que no toda nuestra práctica se basa en conocimientos científicos. En este sentido, son pocos los estudios que se han diseñado para evaluar en qué grado la práctica de la Pediatría se basa en datos fiables o científicamente verificados. Siguiendo el mismo modelo de estudio, con el que Smith y Bunker estimaron que de un 15 a 20% de las intervenciones en medicina clínica se apoyan en conocimientos científicos consistentes, se ha reconocido que el 77% de las decisiones tomadas en cirugía pediátrica, 47% de las tomadas en Pediatría Extrahospitalaria y 96% en cuidados intensivos neonatales, son aceptables y convincentes desde el punto de vista científico.
Este tipo de datos reafirma la idea de que la medicina no es una ciencia. En el mejor de los casos, es “un producto de la ciencia” y estará fundamentada sobre conocimientos científicos en mayor o menor medida, según la vocación y formación individual de cada profesional y el grado de solidez empírica de los principios que sustentan el campo médico en el que nos movemos. Aunque la práctica clínica, como tal, no es una ciencia.
¿Posibilidad, obligación o necesidad de investigar?
Nos sobran razones para que tengamos la investigación, junto al trabajo asistencial y la docencia, como parte principal de nuestros objetivos profesionales. De todas las consideradas habitualmente: razones éticas, legales, normativas o contractuales, y razones que denominamos de idoneidad, vamos solo a detenernos en las representadas por aquellos motivos teóricos que deberían llevar a un pediatra clínico a investigar, y que hemos resumido en los siguientes puntos: en primer lugar, tendríamos que considerar el incentivo de carrera profesional: de escasa relevancia, ya que este es, hoy por hoy, inexistente. El estímulo económico, que es débil, dado que los recursos son escasos. Únicamente los ensayos clínicos promovidos por empresas privadas, están suponiendo una ayuda económica para algunos pediatras, poco significativa en cualquier caso. La promoción académica, al igual que la carrera profesional es, prácticamente, nula.
La necesidad, la búsqueda de prestigio social y científico, y la indagación teórica en la búsqueda de la verdad, pueden considerarse como los motivos más importantes que llevan a un pediatra clínico a investigar. Y, por último, el estímulo profesional, que obtiene de la investigación un complemento al ejercicio clínico, evitando que se convierta en monotonía, en hastío, en riesgo real de pérdida de contacto con el ejercicio eficiente de nuestro trabajo.
¿Qué dificultades va a encontrarse un pediatra, que quiere investigar para poder hacerlo? En primer lugar, están las que hemos llamado dificultades intrínsecas o esenciales, impuestas por la propia naturaleza del niño y las características que definen nuestra especialidad. Se relacionarían con problemas éticos originados por la falta de autonomía de la persona de corta edad y por su vulnerabilidad. También puede resultar difícil, por ejemplo, explicar y convencer a los padres –en quienes está delegado el consentimiento informado– que se quiere incluir a su hijo en un ensayo clínico donde se van a valorar tratamientos rivales o sin garantía de éxito. Pero además, existen unas dificultades extrínsecas o circunstanciales.
Aproximadamente, el 70% de los pediatras trabajan en Atención Primaria (AP), más del 80% de los actos médicos se realizan en este ámbito y en él se provoca la mayor parte del gasto público. A pesar de ello y de las indudables posibilidades de trabajo científico, en AP no abundan los recursos, ni de tiempo (la carga asistencial es alta), técnicos (tanto de explotación de fuentes informáticas como bibliográficas), ni humanos (por ejemplo, el tiempo de permanencia de los residentes es corto). La dispersión, además, origina dificultades de comunicación entre profesionales y entre niveles asistenciales. Sumado a ello, existe muy poco esfuerzo para mejorar la formación en investigación y su promoción y reconocimiento puede considerarse, siendo benévolos con nuestra administración, de limitados.
Todo esto origina una escasa cultura investigadora y lleva a realizar fundamentalmente estudios descriptivos (donde no se contrastan hipótesis ni se infiere causalidad) y con abundantes deficiencias metodológicas, tales como uso infrecuente de técnicas de muestreo aleatorio, muestras de tamaño reducido, etc.
Más cantidad, mejorando la calidad
Lo que nos lleva a relacionar el número de publicaciones con la idea de calidad en investigación, que nos puede ayudar a entender mejor la situación de la medicina de Atención Primaria, incluida la de nuestra especialidad, que se caracterizaría porque produce lo que siguiendo a Kuhn se denomina ciencia “normal”, que no es más que la repetición de observaciones, metodológicamente científicas pero sin innovación de ideas, y no se expresa en revistas extranjeras, sino en los órganos oficiales de las sociedades nacionales. Aunque sus resultados se deben considerar necesarios para generar esa ciencia normal en gran cantidad, sobre la que sobresalgan los científicos relevantes, aquellos que –usando de nuevo la terminología de Kuhn– son capaces de “hacer saltar el paradigma dominante”.
La calidad de esta investigación puede ser estudiada y evaluada a través de los productos generados en su actividad. Entre ellos, aquellos que son la base de apoyo y el hecho culminante de la actividad científica; esto es, los artículos originales publicados, en los que son factores a tener en cuenta: la difusión de la revista en la que aparecen, estimada por el Factor de Impacto, en sus diferentes formas o correcciones; el número total de artículos publicados en un determinado campo; el número de citas utilizadas, la obsolescencia o actualidad de las mismas, esto es, el porcentaje de citas referidas a los últimos cinco años; y los indicadores de aislamiento.
Finalmente, debemos enumerar los puntos que consideramos necesarios para mejorar la calidad de la investigación en Pediatría de Atención Primaria: generar dentro de nuestra profesión un “ambiente cultural”, en el que se reconozca el trabajo en investigación clínica; promocionar líneas de investigación prioritarias, especialmente en AP; y crear redes mixtas de investigadores formadas por pediatras de hospital y de AP, que desarrollen proyectos viables y relevantes. Para lo cual, sería necesario facilitar los recursos, mejorar la formación investigadora y crear condiciones laborales que permitan investigar. En definitiva, hacer posible el desarrollo de una “masa crítica” de investigadores de un nivel superior al actual, que permita incrementar la validez científica de nuestras decisiones.