La sociedad española está olvidando ese reconocimiento que todos deberíamos rendir. Va destinado a un hombre. Sólo a un hombre. A un hombre llamado MÉDICO.
Dejémonos de políticas; dejémonos de estructuras. El hombre más poderoso, el hombre más organizador, el mismísimo amo del mundo que viviera entre nosotros, tendría que rendir también ese homenaje. Tal como lo hace con frecuencia. Lo que ocurre es que no quiere reconocerlo. Ni él, ni los demás. ¿O no es un homenaje de reconocimiento eso de ir ante ese hombre llamado médico y decirle:
-Doctor: me duele aquí...
Quizá no se le rinde ese homenaje porque tal vez es el médico el único que ve al hombre en su verdad, sin adornos, con su grandeza y especialmente con su miseria...
Es verdad que habrá voces que se alcen contra el gigantismo de los hospitales, contra la deshumanización...Pero son esas mismas voces las que en un momento determinado llegarán hasta el médico, ya con un punto de humildad y les dirán:
-Mire doctor, tengo aquí no se qué...
Ese homenaje escondido que a cada rato se les rinde en sus consultas, es el que debería rendirles la sociedad entera. No al doctor Tal o al doctor Cual, sino al médico. Porque estamos olvidando que el médico, al margen de sacerdocios, es un hombre como cualquier otro, con la única diferencia de que escogió por vocación y dedicación, la entrega a los demás. Y que, como tal hombre, también tiene una serie de derechos que las generalizaciones parecen olvidar. Y uno de esos derechos -y hay que decirlo bien fuerte- es el prestigio social.
En efecto, el médico es un hombre como los demás. Pero, precisamente por la función que ejerce tiene que situarse en un punto social diferenciado. No digo ni mejor, ni peor; sino diferenciado. Porque lo que no se puede discutir es que el médico está encuadrado de manera singular, como un figura fundamental de la coexistencia humana. Es el que une el hombre necesitado con su ayuda; es decir, que el médico, quiérase o no, es el eslabón que une la necesidad con la solución. De ahí, que el hombre médico, precisamente por la confianza general que en él se deposita, esté llamado a ser el abogado de toda miseria y el intermediario de todas las soluciones. Y la verdad es que no se puede hacer ese papel de intermediario, o de “conseguidor”, si no se está en una disposición social determinada.
Sin meterse en política, sino en el simple análisis de la situación, es evidente que la medicina y su forma de ejercicio han cambiado profundamente en los últimos años. Y ha llegado al punto en que ni médicos, ni enfermos, están satisfechos. ¿Y por qué? Quizá porque se ha querido convertir al médico en una pieza más de un engranaje excesivo. Sólo, en una simple pieza. Se le ha quitado así al médico esa posición de intermediario de la ayuda y de la asistencia; se le está intentado convertir en funcionario, en vez de en un hombre cordial y paciente. Y las consecuencias, las paga toda la sociedad.
Porque en la sociedad ha calado la idea de que se pueden comprar los cuidados médicos, como si se tratara de cualquier otra operación comercial. Y, evidentemente, no es así. No se compra ni una dedicación, ni una paciencia, ni siquiera una sonrisa. No podemos llegar al absurdo de creer en una tecnificación que piensa que la medicina es una ciencia que administra enfermedad y produce salud. Y no es así, afortunadamente. Pero puede parecerlo.
Y es que olvidamos que lo de médico es un apellido profesional que hay que ponerle a la palabra HOMBRE.
Es verdad que en los últimos años ese hombre medico esta centrándose casi de forma exclusiva en lo práctico. Y tiene su por qué: Por un lado, porque en los últimos años han aparecido técnicas de diagnóstico y de terapéutica muy eficaces y que han propiciado la concepción del hombre como máquina compleja, pero susceptible de alteración y reparación... Poco más o menos se abre camino la idea de que la máquina humana necesita casi más a un ingeniero que a un médico... Y por otro lado, nos encontramos con el modelo social en que vivimos, que exige la inmediata incorporación del hombre-máquina averiado a su sistema de productividad. Por uno y otro motivo, el pobre ser humano se va haciendo una máquina y, por tanto, el médico, su maquinista.
La perspectiva no es, desde luego, hermosa. Por eso me parece importante que recuperemos para el médico ese sustantivo de HOMBRE, dicho con mayúsculas. Porque así podremos decirle a la sociedad que el trato entre hombres es siempre a través de una relación HUMANA y no de simples papeles. Y podremos gritar que cuando se exige una asistencia de modo rutinario, corremos el peligro de convertir esa asistencia en una función, sí, técnicamente esperada; pero nunca en una consecuencia de una disposición interior.
Y así llegamos a la opinión que el propio paciente tiene de la técnica médica. En el paciente ha desaparecido ya toda sensibilidad para captar el sentido de la enfermedad. No me voy a poner trascendente como para darle a la enfermedad un sentido sobrenatural. Pero no me cabe duda de que la enfermedad nos enfrenta a nosotros mismos con nuestra propia naturaleza. Nos hace discurrir por una filosofía distinta a la de todos los días. Nos hace olvidar el reloj de las prisas y plantarnos ante las preguntas vitales de mayor trascendencia. La enfermedad tiene, para cualquier persona inteligente, unas connotaciones profundas, de recordatorio permanente de lo que somos y hacia donde vamos... Despreciarla es perder la ocasión de ser auténticos. Y el dolor viene a suponer lo mismo. Es el aviso, la llamada, el despertador de la conciencia adormilada por el ambiente ensordecedor que nos rodea. Pero es así.
Tecnificado en su propio ambiente, el enfermo ha olvidado el sentido y el por qué de la enfermedad. Ha perdido profundidad y no le importa saber qué significa esa enfermedad en el desarrollo de su vida. Simplemente, la enfoca como una molesta avería que el técnico DEBE arreglar lo más rápidamente posible. Y llamo la atención sobre el empleo del DEBE.
El hospital se ha convertido en una especie de garaje, su organismo en una máquina más o menos perfecta que necesita un nuevo ajuste. Y exige, además en ese juego de tecnificaciones, que el arreglo sea rápido, a base de los medios más racionales y con el menor esfuerzo psíquico por su parte. Porque necesita -dice- volver al trabajo lleno de fuerza. Curiosa paradoja. Y exige que por vía medicamentosa se le cure todo. Desde el estado de ánimo, hasta el más mínimo problema físico. Sin darse cuenta de que en la inmensa mayoría de los casos, lo que tiene infectado es el fondo de su propia existencia, de su vivencia personal.
Ha calado en el paciente la idea que le lleva a no admitir siquiera que le duele la cabeza. ¿Cómo es posible, se pregunta, que me duela la cabeza a mi, ahora, en la época de internet y de la nube? ¿Cómo es posible que duela una pierna... si ya se puede ver y dominar el mundo desde una pantalla de televisión..?
Lo más curioso es que no se está maravillando de la técnica, sino que está poniendo por encima de cualquier otra circunstancia, ese YO egoísta y primario al que le lleva una sociedad que le hace creer que o eres un YO así de grande, o no eres nadie...Quizá para contrarrestar la idea que el hombre de hoy tiene de la técnica. Porque el hombre de hoy mira el progreso con un temor casi mágico; como un miedoso aprendiz de brujo, preguntándose a dónde le llevará todo esto.
De momento, no ve más que el reflejo de lo que le dicen. Y lo ve mientras, en efecto, le duele la cabeza. Y además, comprueba que no existe una máquina a la que apretando un botón emita unas ondas que eliminen el dolor o la desesperanza…
En definitiva, ha llegado a la conciencia del hombre de hoy, la idea de la perfección.
Y el hombre, ingenuo, se lo ha creído...Se ha creído ser poco más o menos que un superhombre. Sin mirarse los pies de barro que a la más mínima lluvia, se deshacen...Por eso habría que recuperar de la forma más humana posible, ese sustantivo de hombre para el médico. Porque precisamente desde su postura de ayudador, puede ir sembrado un poco de humanidad en este mundo en donde el hombre ha pasado a ser un número, un dígito, un punto, un expediente.
Yo quisiera rendir en unas palabras un homenaje a ese hombre llamado médico.
Yo lo he visto desde pequeñito. La bata blanca era el uniforme de mi padre y creo que cuando abrí los ojos vi, primero luz, como todos; y después, una bata blanca.
Vi y supe después lo que significa ayudar a los demás. Y dejar de asistir a cualquier acto agradable, por tener que ir a ver a un paciente...
Lo que ocurre es que a la medicina de hoy se le está pidiendo humanidad desde la técnica; se le está pidiendo humanidad olvidando que quienes tienen el sagrado -y el adjetivo es intencionado- el sagrado digo, deber de hacerla, son hombres. Y hombres con hijos, cuyas mujeres van todos los días al mercado y a quienes les gusta leer y viajar y conocer... Y parece que se les quiere negar esa condición de hombres en pro de la condición de hombres de los demás.
Es como si desde el mundo dominado por la técnica, las máquinas, las masas, los ordenadores llenos de archivos, reclamaran un poco de humanidad en y a quienes, por suerte o por desgracia, todavía la tienen. Por que podrá haber mucha técnica; podrá haber muchas nanociencias que investigar; podrá haber muchos ordenadores gobernando nuestras vidas y nuestras haciendas -y nunca mejor dicho-. Pero NUNCA habrá una máquina que de una palabra de aliento y una frase de esperanza, y un consejo que tranquilice...
Quizá haya máquinas de diagnóstico, máquinas de tratamiento... Pero no es esa la cuestión. Porque al final, ni máquina ni nada va a poder con el dolor ni con la muerte. El hombre es así. No se trata de tecnificar lo no tecnificable. Se puede llegar hasta el extremo con la ayuda de la máquina, qué duda cabe; pero al final, a la hora de la verdad sólo hay un hombre que sufre y otro hombre que acude en su ayuda. Un hombre llamado médico. Y hay que partir de una conciencia: los dos hombres sufren. Pero basta que uno le pase la mano por la frente para que el sufrimiento sea menor. Para que se establezca ese algo único e insustituible que parte de la confianza. Se confía en el hombre llamado médico. El que esté allí, delante, es suficiente. Basta su palabra, su calor...Porque -y de eso debemos ser conscientes- cuando la más mínima enfermedad llegue a nosotros, independientemente de que la consideremos una molesta avería, no cabe duda de que algo se removerá por nuestras entrañas, y acudiremos no a una máquina, no a un recinto más o menos blanco, más o menos frío, sino a un hombre. A un hombre llamado médico.
Y no sólo en busca del milagro. Si no, de verdad, en busca de una compañía solamente, o de un aliento.
¿Qué será esa trasferencia que se produce entre médico y paciente? No sólo es la fe. En muchos casos, incluso el paciente sabe que no hay nada que hacer, que no hay solución. Y sin embargo, llama al médico y quiere el médico a su lado. ¿Cómo último recurso? No lo creo.
Prefiero pensar -y es quizá el mejor homenaje- que cuando un hombre se muere, quiere comunicarse con otro hombre, decirle adiós, como en una comunión de humanidades, como un intercambio de experiencias, como un decirle: mira, yo me voy, ya ves. Es como si fuera una despedida en clave; de humanidad a humanidad.
No hay solución, y los dos lo saben.
A ese “tranquilo, tranquilo”, del médico se opone sólo, la respiración entrecortada y quizás una sonrisa. Es el adiós de dos hombres. Y luego, otra vez el hombre médico tendrá que ir a los demás, y decirles, y comentarles y recoger nuevamente la experiencia de esa otra humanidad que es la familia. Y llegar a casa y encontrarse con los problemas de todos y de todos los días. Porque sigue siendo uno de nosotros, aunque le encarguemos otras misiones. Tampoco podrá aparcar, y tendrá que hacer equilibrios para pagar el impuesto sobre la renta, y será presidente de la comunidad de propietarios de su casa, y tendrá que pelearse con el portero...Un hombre como los demás. Pero al que le exigimos mucho más que a los demás. Termino ya. Pero querría proponerles una reflexión. ¿Es justa la sociedad con sus hombres médicos? Me da la impresión de que la respuesta es negativa. No es justa con ellos, ni como médicos, ni como hombres. A los sumo, sólo lo es en una ocasión: CUANDO LOS NECESITA.