Una de las imágenes más icónicas de la segunda guerra mundial, aunque su verosimilitud sea mas que dudosa, es la carga de la caballería polaca contra los “panzer” alemanes. Es la viva representación de una tarea titánica y heroica, pero con una evidente carencia de medios adecuados que, al menos a corto plazo, tuvo un resultado completamente previsible.

En estos días asistimos a un lamentable espectáculo con sanitarios reciclando bolsas de basura como equipos de protección frente al virus y reutilizando una y otra vez mascarillas inadecuadas, porque los Equipos de Protección Individual (EPI en un vocabulario médico que todo el mundo aprende a marchas forzadas) se han convertido en un bien remoto y difícilmente alcanzable. A ello se une la sobresaturación de urgencias, UVI y camas hospitalarias en general con imágenes de la lucha contra el Covid-19 que nos llevan a pensar en una situación paralela a la de la caballería polaca o simplemente a un estado de guerra. Los resultados para los sanitarios, también previsibles: a 29 de marzo se han contagiado nada menos que 11.700, casi el 15% del total, ya con varios muertos, mientras que este porcentaje es del 8,6% en Italia y del 4,1% en China.

No voy a analizar la gestión manifiestamente mejorable hasta ahora de provisión de mascarillas, EPI o test diagnósticos con la repetida expresión “en los próximos días” cuando se pregunta por su llegada. Quiero centrarme no tanto en lo que se está haciendo en estos días por parte de las autoridades sanitarias, que daría para varios artículos y no precisamente laudatorios, sino en la situación basal de la que parten los profesionales sanitarios de primera línea, la España real, para afrontar esta crisis.

Signos de fatiga de la sanidad pública



"Nuestro Sistema Nacional de Salud está sufriendo en estos días una verdadera y titánica prueba de esfuerzo con la crisis del coronavirus"


Nuestro Sistema Nacional de Salud está sufriendo en estos días una verdadera y titánica prueba de esfuerzo con la crisis del coronavirus en la que se le exige mucho más de lo que razonablemente puede dar, y por desgracia todo hace pensar que no llega en las mejores condiciones posibles para afrontar los desafíos inherentes a la pandemia. Su reserva funcional, que en un órgano de una persona joven puede multiplicar por 3 o por cuatro la actividad basal, es en este caso bastante limitada.

Desde estas mismas páginas señalábamos hace unos meses los evidentes y preocupantes signos de fatiga presentes en nuestro Sistema Nacional de Salud, ya desde hace unos cuantos años, sin que se detecten signos de recuperación del terreno perdido ni voluntad de afrontarlos por quienes han ido teniendo capacidad de decisión tanto en un plano estatal como autonómico. 

No vamos a repetir aquí los datos desarrollados en aquella columna, que en síntesis ponían de manifiesto cómo a un sistema que no andaba muy sobrado de recursos, la crisis del 2008, negada al principio por nuestros dirigentes hasta que nos alcanzó con toda su crudeza (¿algún paralelismo con la del coronavirus?), le dejó muy tocado, sin que la década siguiente haya bastado para devolverle siquiera a su situación previa.

El panorama puede resumirse en una pérdida de la quinta parte del gasto sanitario en términos reales que a duras penas se ha ido recuperando en los últimos años, de más del 10% del gasto en personal, con reducción de plantilla y sueldos, y unos porcentajes de interinidad que lejos de corregirse han alcanzado el 30% en 2017. A ello se une una congelación de plantillas causante de una fuga de médicos y enfermeras jóvenes tanto al extranjero como a la sanidad privada, sobre todo en determinadas especialidades, asociada a una política errática y sin planificación alguna en cuanto a jubilaciones. Todo ellos y algunas cosas más, son signos de un trato más que deficiente a ese personal sanitario al que ahora se aplaude todas las tardes.

Planificación de futuro para la sanidad


Además hay que tener en cuenta que desde el 2008, la población atendida ha crecido en un millón de personas, lo que sumado al envejecimiento de la población conlleva un aumento de la presión asistencial que amenaza con hacer estallar tanto la atención primaria como las urgencias y que aumenta sin freno las listas de espera, como han puesto de manifiesto los últimos datos con máximos históricos de enfermos y tiempo de demora tanto totales como de muchas comunidades. Mejor no pensar cómo quedarán después de la pandemia.

Con este panorama, la sanidad lleva muchos años fuera de la agenda política, virtualmente ausente de los grandes debates electorales y con un ministerio en constante devaluación desde las transferencias sanitarias, con breves y sucesivos ministros en general ayunos de conocimientos de sanidad y mucho menos de gestión sanitaria y que salvo honrosas excepciones han estado más a los asuntos que les marcaba su partido. Difícilmente podían pensar en encarar una mínima planificación del futuro y ninguna previsión de cualquier crisis que pudiera venir. A las pruebas me remito.

Estas son las condiciones en las que se enfrentan nuestros profesionales de primera línea con esta prueba de esfuerzo. Son nuestros héroes y cuantos honores les rinda la sociedad serán pocos, pero si cuando acabe todo esto, la clase política en general y nuestros gobernantes en particular no han llegado a valorar adecuadamente lo que representa nuestro Sistema Nacional de Salud, público y universal, y la necesidad de cuidarlo y fortalecerlo, será que una vez más no han entendido nada. No solo hay que aplaudirles, sobre todo hay que tratarles dignamente, como realmente merecen.