Cuentan quienes lo vivieron que, en los años 80 del siglo pasado, el primer Gobierno en democracia del Partido Socialista aprobó por ley un complemento de dinero exclusivo para los médicos que trabajasen en la sanidad pública (por entonces –octubre de 1982– ni siquiera recibía el nombre de Sistema Nacional de Salud –SNS–, tal como recoge la Ley General de Sanidad de 1986) y quisiesen acogerse a esa remuneración extra a cambio de comprometerse a no ejercer la profesión en ningún otro ámbito o circunstancia.
Una vez fijó esta paga extra mensual, el expresidente Felipe González (a partir de la influencia de su segundo de a bordo, Alfonso Guerra, a quien se le atribuye una frase que irritó sobremanera al colectivo: “Se van a enterar ahora estos señoritos médicos”), la clase profesional se dividió entre los exclusivos y quienes, por el mismo trabajo, cobraban menos, si bien la mayoría de éstos, en efecto, compaginaba su labor en la pública con la consulta vespertina de naturaleza privada.
Pese a este aparente equilibrio (unos reciben más paga pero deben ser fieles a la Administración, en tanto que el resto compensa su renuncia a ese complemento con la posibilidad de ganar dinero en el sector sanitario privado) aquel cambió se vivió, en sus primeros años, con no poca tensión y conflictividad entre colegas.
Por esta razón, con el tiempo los socialistas resolvieron que quienes cobraran la exclusividad al menos debían quedarse un par de horas más en su puesto de trabajo. De modo que, mientras los que renunciaban al complemento retributivo de la pública abandonaban el hospital a las tres de la tarde, el resto lo hacía a las cinco, y a esa novedad los más irónicos del sector la bautizaron como la propinilla vespertina de los socialistas.
Otra medida política que sentó muy mal entre algunos médicos y que, sin embargo, se comprende mejor desde el sentido común, fue la supresión de los pluriempleados, esto es, de aquéllos que no solo alternaban la sanidad pública por la mañana con su consulta por la tarde, sino que ejercían el oficio en dos, tres y hasta cuatro lugares al mismo tiempo, lo cual hacía improbable que los compaginasen sin saltarse el horario obligatorio del hospital público.
En este sentido, sé del caso de un facultativo que llegó a trabajar, a la vez, en un centro hospitalario público cuyo nombre omito, un Ayuntamiento, una Casa de Socorro y una aseguradora. Tampoco está de más sacar a colación otra anécdota conocida en el círculo sectorial de Madrid, triste pero muy significativa: la de un importante cirujano que sufrió un infarto agudo de miocardio mientras operaba en la sanidad privada, y fue trasladado de urgencia al hospital público en que, a esa hora, debía estar trabajando (por desgracia, murió).
Años más tarde y a medida que los gobiernos autonómicos adquirieron la competencia política de su sanidad (la transferencia a los diecisiete desde el Ejecutivo central no se completó hasta 2002), el complemento de la exclusividad se disolvió poco a poco en casi todas las comunidades.
Ahora, el partido emergente Ciudadanos, autodefinido como de centro-izquierda en su web y que lidera Albert Rivera, ha rescatado como propuesta la dedicación exclusiva del médico a la sanidad pública, postulando, además, que sea condición obligatoria para quien ejerce en ella a cambio de elevar su salario de forma significativa.
Por impopular que resulte, creo que la sugerencia de Rivera da en el clavo pero se topa, una vez formulada, con la imposibilidad de llevarla a la práctica.
La primera razón por la que fracasaría (al menos tal como la formula Rivera en uno de esos libros que nacen como hongos tras la lluvia en los meses electorales) radica en la resistencia mental de la clase médica a que se le coarte su libertad de ejercer el oficio donde le parezca (y que con fuerza defienden sus representantes sindicales); la segunda se debe a que el Estado no dispone de dinero suficiente, en este momento, para subir el sueldo de sus facultativos; y la tercera obedece a la oposición fundada del sector privado, que se vería falto de más del 50 por ciento de sus actuales activos en personal médico (si escogieran la dedicación exclusiva).
Este último punto da lugar a posiciones en especial enconadas, y, en efecto, entre los defensores a ultranza del SNS se asegura que, en la situación actual, tiene lugar un desperdicio del potencial científico y asistencial en la sanidad pública (los médicos que acuden a la privada por la tarde dejan de servir a aquélla en ese tiempo y se alejan de su compromiso con los objetivos hospitalarios pensados para todos).
Pero la realidad no responde a esa máxima de una forma absoluta; por el contrario, resulta evidente que los pacientes de los dos ámbitos de la sanidad se benefician del conocimiento compartido, más allá de las perversiones denunciables en que incurren quienes solo ven la Medicina como un negocio. Y tampoco puede negarse la descarga de presión asistencial en el SNS debida a los servicios privados.
A fin de cuentas, no compete a los médicos resolver el dilema de cobrar o no a sus pacientes; esa angustiosa elección afecta a todo profesional que presta un servicio al ciudadano, por mucho que solo si aparece la enfermedad seamos capaces de verlo. Quien adquiere dinero a cambio de una prestación no merece la condena moral del izquierdista, pues tan solo se adapta al medio en que vive esta sociedad; pero tampoco yerra quien defiende la asistencia universal de la persona enferma sin contraprestación por su parte, más que la imprescindible y justa por la vía de los impuestos, ni quien recuerda que debe aplicarse idéntico baremo a otros derechos esenciales, como la vivienda digna o la educación.
La cuestión estriba en atajar el paso a quienes corrompen el bien común como meta, y, en ese sentido, los médicos dedicados en cuerpo y alma a la sanidad pública son quienes más libres de sospecha se hallan.