Decía Hipócrates que “la guerra es la mejor escuela del cirujano”, y, al parecer, hay quien se lo toma al pie de la letra. En concreto, en España lo hacen los cerca de 700 sanitarios que trabajan para el Ejército, y que cuelgan la tradicional bata blanca cada vez que el país decide mandar tropas a algún conflicto. Es entonces cuando se ponen el uniforme militar que, salvo por la Cruz de Malta que les identifica como personal sanitario, es igual que la del resto de sus compañeros. Un trabajo que aúna salvar vidas y el servicio a la patria.
Los soldados militares mientras recogen a un herido.
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Así lo ve Ricardo Navarro Suay, comandante médico militar especialista en Anestesiología, Reanimación y Terapéutica del Dolor, además de facultativo en el Hospital Militar Gómez Ulla y profesor de la Universidad de Alcalá. Cuando algún alumno le pregunta qué hacer para ser médico militar, él contesta: “Primero, obtener los conocimientos. Y segundo y muy importante, patriotismo. Si no, no te metas”. Cuando este conquense de 39 años se matriculó en Medicina, estaba llamado a ser la quinta generación de médicos en su familia. Pero, aparte de esta vocación, tenía muy presente la milicia. “Me saqué el MIR y también la oposición de Sanidad Militar; tenía que elegir entre las dos y escogí la segunda. Una de las decisiones más importantes de mi vida junto con estudiar Medicina y casarme”, explica rotundo. Su mujer, a la que conoció en el Gómez Ulla, es capitán médico cardióloga.
Bombas y bisturís
Desde entonces lleva 13 años de servicio en los que ha estado presente en once misiones. Desde Somalia a Bosnia, recalando hasta cuatro veces en Afganistán, del que admite que ha sido su destino más duro. “Ves de todo. Lo que más te marca es cuando tienes que atender a un compañero o cuando tratas a un niño. Son situaciones complicadas. En Haití, unos padres me entregaban a su hija para que me la llevase y que tuviera un destino mejor. Imagina cómo tendrían que estar, porque en estos países la vida no vale lo mismo que aquí”.
También se le ha quedado grabado el zumbido de los morteros, que cruzaban el aire por encima de su cabeza con la incertidumbre de su destino. En ese momento, en el hospital de campaña (tiendas o contenedores en tierra, depende de la duración de la misión) sigue habiendo pinchazos, tratamientos, operaciones. “Es una experiencia al límite. Yo suelo ofrecerme para ir en los blindados, que no por ser médicos estamos siempre en la base. Y he vivido ataques y situaciones de tensión porque, en muchos casos, no se respetan los tratados internacionales, como en Afganistán. Pero es tan importante la labor que ejercemos allí que engancha y no lo piensas”.
La comandante que escuchaba canciones militares en la cuna
El equipo médico a punto de salir en helicóptero.
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Algo parecido le ocurre a Marta Presa García. Esta burgalesa que tampoco tiene antecedentes familiares militares (aunque escuchaba canciones militares desde la cuna) decidió en tercero de Medicina que quería ser médico militar en unas prácticas de verano, después de que un cardiólogo jefe le metiese el “gusanillo”. “Me habló de todas las posibilidades que tiene la Medicina en el Ejército, de trabajar en tierra, mar y aire. Quizá lo escogí porque la monotonía de un hospital nunca ha ido conmigo”. Esa decisión le hizo entrar en el Ejército del Aire como médico de vuelo, aunque su especialidad es la Psiquiatría.
“Son cosas muy diferentes, complementarias. El Ejército me aporta una experiencia personal muy importante, porque las misiones son de tres meses (cada año y medio, aproximadamente, aunque depende de la situación exterior) y te da tiempo a conocer una cultura nueva, un mundo diferente al tuyo”. Marta siempre les dice a sus amigos que tiene un novio y un esposo: la Psiquiatría y el Ejército. Afirma que, en su caso, ser mujer, nunca le ha supuesto un problema, y que desde el primer destino, se sintió totalmente integrada. “Al final esto es como una empresa: hay gente con la que te llevas mejor y gente con la que encajas peor. Yo me suelo adaptar bien. Creo que el Ejército español es muy abierto y yo no tengo ninguna queja”.
TELEMEDICINA: EL REMEDIO CONTRA EL AISLAMIENTO
El Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla es pionero en la implantación de la Telemedicina, un servicio que conecta cualquier hospital de campaña con este centro para hacer una consulta desde el campo de batalla a un especialista. Cuando el médico militar tiene alguna duda, manda un aviso. Entonces, se enciende el busca del facultativo de guardia del centro madrileño, que baja a la sala de pantallas para atender la consulta y dar su opinión sobre el caso. “Es una especie de Skype por el que estás conectado al hospital, 24 horas al día, 365 días al año, desde cualquier punto del planeta”, afirma el comandante médico Ricardo Navarro.
La pérdida de un compañero, la situación más complicada
Al igual que Ricardo, tras 18 años y 12 misiones, lo que más le impacta es la pérdida de algún compañero. “Cuando tratas a un español o a un europeo en esas circunstancias, es duro, porque sientes que son como hermanos”, afirma refiriéndose al sentimiento que se crea entre los grupos de trabajo, organizados desde cero en cada una de las misiones. Sin embargo, reconoce que el destino que más “vértigo” le dio fue viajar a la Antártida, a pesar de que se trataba de una misión de paz. “Allí estás solo, no hay enfermera, no hay personal. Eres tú en una zona aislada a cinco días en barco de la población más cercana”.
En la Antártida, el Ejército español cumple una misión de apoyo al grupo de científicos que estudian la zona y, que por supuesto, trabajan en un entorno muy hostil y pueden sufrir percances o enfermar. Recuerda de forma vívida el traslado por un cólico nefrítico al que tuvo que hacer frente y relata los momentos de tensión, a merced completamente del caprichoso tiempo en el Polo Sur. A las 6 de la mañana, el paciente mostraba los primeros síntomas graves y a las 11 estaba en quirófano a 1.500 kilómetros de distancia. Ese día brillaba el sol, pero unas horas antes el traslado habría sido imposible.
Ricardo dice que siente el miedo cada vez que va a una misión, pero el deber está por delante. Marta está de acuerdo: “Es una situación de tal responsabilidad que no te permite pensar en el miedo”. La comandante también ha vivido situaciones de peligro como su salida de Irak, cuando el Hércules en el que viajaba se iluminó de repente. El sentimiento general dentro de la cabina era que les había alcanzado un misil. “Me santigüé y pensé que, pasase lo que pasase, no podía hacer nada”. En esa ocasión fueron unas bengalas, pero podía haber sido peor: “Hay mucha adrenalina en el momento en el que te llaman y te dicen que en tal sitio tienes que trasladar a un herido. Te vistes con el equipo y montas en el helicóptero, que va con las puertas abiertas. Pero en el momento que terminas el servicio, te queda una gran satisfacción”.
Marta Presa en su misión en la Antártida.
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Y la pregunta obligada: ¿antes médico o militar?. “Es como escoger entre papá y mamá, no se puede. Yo soy médico militar y ya está”, contesta Ricardo. “No dejas la chaqueta de médico para ser militar. A mi gente le digo que dejo la bata para ponerme el uniforme, pero no dejo de ser ni médico ni militar”, apostilla Marta. ¿Y pensar en dejarlo? “No”, contestan rotundos. “No somos superhombres o supermujeres, ni siquiera especiales. Solo somos unos agraciados por poder desarrollar nuestra doble vocación, que multiplica la experiencia”.
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