En pocos días los ciudadanos elegirán a sus representantes en el
Parlamento Europeo. Pero las distintas convocatorias electorales, de las
elecciones generales y de las elecciones
autonómicas y municipales, tal como era previsible, han ensombrecido a las europeas.
Otra vez nos encontramos ante unas elecciones europeas atrapados entre dos fuegos: la nostalgia nacional y el escapismo de aquellos que ven, como única solución a los estragos de las
políticas neoliberales de austeridad, el abandono del euro, el de los tratados, e incluso de la propia
Unión Europea. Esa UE que se quieren cargar los personajes más perturbados y los políticos más nacional-populistas del planeta.
De nuevo los
ecos de la política española, autonómica y local, han servido de excusa para no hablar de Europa, o para recurrir solo al tópico, tanto por parte de los pretendientes a revalidar los resultados de las recientes elecciones generales como por el lado de los que buscan la revancha.
El debate de Europa ha sido, hasta ahora, apenas una música de fondo para amenizar los discursos locales. Sin embargo, nunca antes unas elecciones europeas han sido más importantes para la vida de sus
ciudadanos ni para el futuro de las
instituciones democráticas.
"Nunca antes unas elecciones europeas han sido más importantes para la vida de sus ciudadanos ni para el futuro de las instituciones democráticas"
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Sin debate nos perdemos lo fundamental, aquello que forma parte de la inquietud de los ciudadanos, que se concentra en tres objetivos: una política alternativa a un
modelo laboral precario y a los
daños de la austeridad -que han roto el contrato social y democrático de posguerra-; un pacto social y político para la transición ecológica de la economía; y una
respuesta inteligente y humanitaria a los retos migratorios y de asilo.
Hablando de la quiebra del contrato social de posguerra: uno de los pilares de la identidad europea, los
servicios sanitarios públicos europeos, deberían entrar con fuerza en la campaña electoral y ésta debería ser una oportunidad de oro para hablar en serio de su sostenibilidad. Sobre todo cuando en los últimos años hemos sido testigos de que la austeridad en el
gasto público junto al incremento de la factura en materia de nuevos medicamentos, en particular en relación con las nuevas terapias (la de la
hepatitis C, entre otras), han puesto en cuestión su viabilidad y su calidad.
El beneficio de esas nuevas terapias ha supuesto el inicio de la
erradicación de la enfermedad, algo impagable en términos de reducción de las complicaciones, salud y
calidad de vida; sin embargo, el coste de la factura no se ha correspondido con el beneficio obtenido y ha cambiado en función del país y del número de afectados. Y la negociación ha sido casi siempre opaca.
Se ha puesto en evidencia el carácter oligopólico del
mercado farmacéutico en que unas decenas de multinacionales acaparan el 80 por ciento del negocio, el carácter abusivo y especulativo de la
fijación de precios, sus relaciones de colusión de intereses con los sistemas, sociedades,
asociaciones de pacientes y
profesionales sanitarios, el
desabastecimiento de medicamentos esenciales, la utilización de las patentes para el abuso en el mercado frente a los genéricos y una investigación básica y clínica, de origen mayoritariamente pública, pero solo para el beneficio privado.
Hay que recordar que la I+D en salud ha seguido tradicionalmente un modelo muy dependiente de la
industria farmacéutica y tecnológica, y que ésta controla totalmente la investigación que se realiza que, sin duda, debería ser regulada de otra manera.
Demostrar la superioridad de un nuevo producto en relación con los anteriores es uno de los objetivos principales y más frecuentes de los
ensayos clínicos, y sus resultados, con relativa frecuencia, dependen demasiado de quién los financia.
No hay que olvidar que hay una inversión pública muy importante en las distintas fases de la investigación. En resumen, la industria propone y promueve los ensayos clínicos de sus
productos sanitarios y “encarga” su realización al personal sanitario, se beneficia de la inversión pública —no siempre libre de conflictos de interés—, se apropia de las patentes y fija los precios de los productos.
Estas circunstancias han estado en el origen de la búsqueda del “sálvese quien pueda” en el ámbito internacional, pero también en Europa, negando con ello los discursos bienintencionados de la integración, como ya ocurriera con la gripe A y el famoso Tamiflú, y más tarde en torno a la respuesta solidaria a la
epidemia de ébola, hoy en pleno rebrote.
Lo cierto es que cada Estado miembro ha negociado por su cuenta para obtener el precio más bajo. Sin embargo, para entonces ya estaba en vigor la
Directiva Europea sobre compra pública de medicamentos y los mecanismos de presión sobre las patentes que hubieran permitido una negociación de igual a igual entre la compañía multinacional Gilead (dueña del carísimo sofosbuvir, contra la hepatitis C) y la representación de la Unión Europea, pero no se hizo.
Ha sido al cabo de un tiempo cuando se han aprobado sendos informes del
Parlamento y de la Comisión Europea que apuntan algunas medidas para poner coto a la especulación de las compañías sobre los nuevos medicamentos y para establecer criterios de valor e interés público para la salud en el pago y la propiedad intelectual de los nuevos y novísimos medicamentos, como también para las nuevas tecnologías sanitarias.
Estos deberían ser los debates. Los que afectan a la vida, la salud de los europeos y a la sostenibilidad de sus sistemas sanitarios.