El ex consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid ha pasado a engrosar la lista de derrotados invencibles que inauguró hace años El Roto, cuando le cerraron El Independiente, y se sintió tan perdedor como orgulloso. Fernández-Lasquetty estaba ayer algo apesadumbrado, pero hoy ya mostraba otra cara porque su victoria es cada vez más inapelable, lo que pasa es que a muchos les costará advertirla. Es el triunfo de quien sabe aceptar el juego de la política, quien no teme asumir responsabilidades y quien no se escuda ni en los demás ni en las circunstancias para justificar sus hechos.
Una vez decidida, aceptada y declarada, la dimisión es una suerte de bálsamo que te debe de dejar más suave que un guante. Y el conocer las propias limitaciones es una manera formidable de seguir pegado al terreno. Y luego están también las comparaciones, que en el ámbito político son pocas, pero rutilantes: Adolfo Suárez, Alfonso Guerra, Antoni Asunción, Manuel Pimentel…
Quizá aún no haya podido pensarlo, pero Fernández-Lasquetty es ahora más, mucho más libre que hace unas horas. Siendo consejero, seguiría atrapado en ese bucle en el que se ha había convertido la externalización, convertido en el adalid de una privatización inexistente, objetivo preferente de mareas y otras manifestaciones del desconocimiento humano. Ahora es todavía ex consejero y pronto no será nada, tan solo un recuerdo, ligado a un proyecto, que pudo ser y no fue. Y toda esa secuencia de instantáneas las podrá recordar con un sosiego y una certidumbre que no ha podido disfrutar en estos angustiosos quince meses de pugna por algo tan sencillo, y a la vez difícil, como es gobernar, no importa la mayoría que se tenga.
La atracción de la derrota, desde el Titanic hasta el Atleti, es tan vieja como auténtica. Solo con el fracaso se pueda hacer algo de (mala) literatura. Y nada más que las dificultades generan el aplauso y el reconocimiento ajeno. Antes de dimitir, Fernández-Lasquetty podía estar en lo cierto, o estar equivocado, pero ahora sus hechos hablan por él: la dimisión es lo obligado en un político cabal, pero, amigo, hay que dimitir, y eso lo ha hecho él.
Algunos dirán que no hay dimisión, sino obligación. Por la derrota, por la indicación de un presidente en apuros, por falta de energía para seguir adelante… Qué más da, es la renuncia lo que humaniza y la que despierta adhesiones en los que no hace mucho estaban en la barricada. Quedarse sin amigos es malo, pero algunos lo van a pasar peor quedándose sin el enemigo Lasquetty. Vamos a ver quién les mantiene ahora la celebridad que han conseguido gracias al proyecto del ex consejero.
Cabe la duda razonable de si la externalización era su proyecto político, si lo pudo reflexionar, formular y llevar a cabo con el convencimiento ideológico necesario o solo fue el plan de la crisis, la alternativa al desastre, el volantazo ante el último centímetro de curva. Pero tampoco importa mucho saber la respuesta, porque aquí también fue ejemplar Fernández-Lasquetty: transmitió la externalización como una posibilidad de mejora por la que merecía la pena luchar y perseverar. A otros les valió con suscribir lo obvio, no tocar nada, defender la gestión clásica que en este país es lo mismo que hacer un gran servicio a la sanidad pública, cuando en el fondo es todo lo contrario. Esos que no libraron la batalla siguen hoy en sus puestos, algunos hasta de consejeros.
Igual que El Roto abrió otra ventana tras El Independiente, lo mismo Lasquetty tiene otra oportunidad política para aprovechar su bagaje, su tenacidad, su liderazgo y su libertad de pensamiento. Desde donde esté, es más que probable que asista a los denodados esfuerzos de sus sucesores por sostener, modernizar y mejorar un sistema cuyos defectos no hay por donde cogerlos. Y en las dificultades que vendrán, sabrá entender, como buen perdedor, que nada hay más difícil en política que vencer y convencer.