Las revueltas sucesivas en distintas ciudades del mundo y el
ascenso de los nacionalismos autoritarios, con un discurso xenófobo en muchos países, alertan sobre el deterioro de la gobernanza política mundial.
En el mundo rico disfrutamos de un alto nivel de bienestar, pero
en la aldea global las aguas bajan revueltas. La mundialización, cuyo avance no habría sido posible sin la ayuda de la digitalización (su hilo conductor), ha
dejado fuera del bienestar a grandes masas de población, tanto en los países grandes como en los países periféricos, en eternas vías de desarrollo. Esto ha conducido a que
la globalización se encuentre en una fase de crisis, de gran fragilidad. Todas esas manifestaciones que se suceden, sean en
Chile, en
Colombia, en
Francia o en
España, son reflejo de las quejas y de la ira de los perdedores del sistema y están dando alas a odios que estaban latentes.
En ese río revuelto pescan los populismos, el proteccionismo y lo que se ha dado en llamar “guerra tecnológica”, o sea: la desglobalización.
¿Cuáles son las respuestas de la izquierda a la acumulación de poder de unas pocas empresas tecnológicas en la digitalización, y al tsunami populista y nacionalista de los últimos años? ¿Qué modelo tecnológico propone? No sabemos las respuestas. Lo que está claro es que algunas batallas que hay que dar, como la del cambio climático, son globales; y no creemos que se puedan afrontar con posibilidades de éxito desde la desglobalización.
Para entender lo que pasa hoy hay que conocer primero cómo era el mundo que habitábamos antes de la digitalización. Imaginen una cabina de teléfonos de las que poblaban las aceras y con una cola de gente de veinte metros esperando para llamar.
Cada época inventa sus iconos, y algunos arraigan tanto y tienen tanto poder simbólico, que cada cierto tiempo los traemos de vuelta.
En el mundo globalizado las cosas ocurren simultáneamente en distintos países y los ciudadanos están conectados a través de las redes sociales. Frente a la cabina telefónica, hoy tendríamos a un caminante con mascarilla enviando mensajes por su teléfono móvil. Todavía no sabemos cómo será en la desglobalización, aunque ya se sabe que es difícil poner puertas al campo, a pesar de todos los recursos que se ponen en el control de los ciudadanos.
De pronto, un virus en China nos muestra la aldea global y “la sociedad del riesgo” de Ulrich Beck. Con ello vuelve la geopolítica, con los Estados peleando entre sí, sin proyecto ni ideologías, con la tentación de un nuevo Weimar global de guerra comercial entre las grandes potencias.
La creciente tendencia a la espectacularización de todo, lo público y lo privado, conforma una sociedad del espectáculo y del hiperconsumo, pero la aldea de McLuhan nunca fue tan global como se dijo.
Las dos figuras opuestas ꟷaldea globalꟷ que componen el oxímoron abrigan juntas además expectativas nunca colmadas del todo.
Volviendo al coronavirus, este ha puesto más en evidencia la tensión entre globalización y desglobalización. Entre la confianza y el miedo. Entre la necesidad de organismos internacionales como la OMS y la protección de los muros nacionales.
Desde esta perspectiva, lo mismo sucede con los efectos sobre
los perdedores de la globalización, que se encuentran entre la nostalgia y la agitación populista, por un lado, y la política global de la transición tecnológica y ecológica, con sus efectos territoriales en las macro-urbes y el despoblamiento, por otro lado.
"Estamos en plena transición, en la frontera frente al mundo de consumo digital y la inteligencia artificial. Y en ese tránsito, la izquierda afronta dos dilemas a los que tiene que dar respuesta: la globalización (y su consecuencia más reciente e indeseada: el proteccionismo nacionalista); y la digitalización (y su consecuencia más negativa: el hipertecnologismo disruptivo)"
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El progreso tecnológico, que ha sido un gran catalizador de la globalización, si bien se encuadra en ese contexto, trasciende lo actual. Freeman Dyson, en 'Mundos del futuro', ayuda a comprender otro entorno
histórico, y nos recuerda que
la mayoría de los avances del siglo XIX extendieron el bienestar a la vez a ricos y pobres (la electricidad, los rayos X, la radio). Y Robert Gordon, profesor de Northwestern University, complementa certero en sus investigaciones que la revolución de la electricidad y el motor de combustión cambió más nuestras vidas, y favoreció más el desarrollo, que la revolución de la informática.
Más allá de la defensa del progreso, hoy en día, en no pocas ocasiones
es cuestionable que el avance científico-tecnológico sea directamente proporcional a la prosperidad y a los intereses de las personas. El manejo de datos personales por los gigantes de las redes sociales es un buen ejemplo de ello, pero no sería el único.
Y es que, si con la
revolución industrial la ciencia se convirtió en fuerza productiva directa, con la revolución digital y el neoliberalismo del hiperconsumo, la propia vida de
consumo digital, con su autoexposicición y los datos que genera, se transforma ella misma en fuerza productiva.
En suma:
estamos en plena transición, en la frontera frente al mundo de consumo digital y la inteligencia artificial. Y en ese tránsito, la izquierda afronta dos dilemas a los que tiene que dar respuesta: la globalización (y su consecuencia más reciente e indeseada: el
proteccionismo nacionalista); y la digitalización (y su consecuencia más negativa: el
hipertecnologismo disruptivo). Ambas están ligadas; son dos estados derivados de la transformación de la sociedad industrial y de servicios en una sociedad robotizada.
Desafortunadamente, como decíamos, no parece que haya todavía respuestas, o estas no son definitivas.
Las transformaciones que están teniendo lugar son tan complejas que no son fáciles de descifrar. Sí hay, sin embargo, algunas respuestas parciales que ayudan a iluminar la buena senda.
Un modo de hacer frente a esta situación es el que aporta Antón Costas en sus artículos: con programas de
inversiones y nuevas políticas agrarias e industriales que creen empleo en los lugares donde vive la gente, en vez de expulsarla hacia las grandes ciudades.
Se trata de combinar
un nuevo contrato social, laboral y territorial, que recupere la seguridad, con medidas de regeneración y liderazgo democrático que devuelvan la confianza en las instituciones, y una estrategia de transición ecológica y tecnológica justa que promueva esperanza en el futuro.
Las izquierdas de nuestro siglo se encuentran en esa encrucijada, entre la globalización y la desglobalización, esa suerte de toma de posición que, sin dejar de lado el progreso, genere
políticas favorables a los perdedores de uno y otro proceso, que restituyan la prosperidad a las comunidades más desfavorecidas y abandonadas a su suerte (con altas tasas de desempleo y unos niveles bajos de estudios), y demuestre cuánto valora la educación ꟷel sector estratégico por donde opera el ascensor social de mayor potenciaꟷ, la salud y el bienestar de las familias de rentas más bajas.