Menudean en las páginas de los diarios españoles de información general y profesional y en las redes sociales frases y artículos sobre la inminente muerte de la APyC cuando no del anuncio de sus exequias. Malherida desde hace años, agoniza y muere ante la pasividad de políticos, gestores, profesionales y ciudadanía, a la vez que aumentan las lamentaciones por tan sensible pérdida y todos parecen arrepentirse de no haber hecho más por salvarla.
La evolución de nuestra APyC no invita precisamente al optimismo, pero quienes pregonan su defunción tal vez se equivocan. Quizás la APyC, como la energía, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma y adopta formas y comportamientos distintos a los que venía mostrando hasta hace unos años.
Otra cosa es que los cambios nos gusten más o menos y que, nostálgicos, añoremos sus logros pretéritos. Pero de ahí a afirmar que ya ha muerto hay un trecho. Y, si lo único que nos queda es participar en el entierro y acompañarnos en el sentimiento, lo que venga, lo que está viniendo, no tiene porque ser bueno. Desde luego, podría ser hasta peor. La cuestión, sin embargo, es que no se trata de resucitarla. Lo que conviene es participar en su transformación.
Más que sumarse al coro de plañideras luctuosas y lamentarse por la leche derramada (la descomposición de una APyC diseñada hace casi cincuenta años) quizá sea más útil exigir a quienes tienen la capacidad de hacerlo que abandonen el inútil parcheo del maltrecho modelo actual y dediquen su imaginación y energías políticas, financieras y organizativas a una transformación capaz de responder a las necesidades y expectativas de la sociedad del siglo XXI y con ellas a los cambios culturales, socioeconómicos, de utilización de los servicios públicos, científicos y tecnológicos que se han producido en los últimos 40 años.
Desde hace ya un tiempo y, para que negarlo, con poco éxito, venimos repitiendo a quien quiere escucharnos que es cada vez más imperiosa la necesidad de una APyC que constituya la auténtica columna vertebral de la sanidad, garantía de la sostenibilidad organizativa y financiera del conjunto y que, al mismo tiempo, mejore sustantivamente su equidad, su eficacia, su eficiencia y su seguridad.
Preconizar un cambio de modelo no significa hacer tabla rasa del anterior. Implica analizarlo detenidamente, aprovechar todas sus características y componentes positivos y desechar aquellos otros que la experiencia y las innovaciones nos indican que ya no sirven hoy.
Sin pretensiones pontificadoras nos atrevemos a sugerir a nuestros ínclitos gobernantes y líderes que, a la hora de abordar (de una santa vez) la cuestión, tal vez les sea propicio evocar alguno de los siguientes sustantivos: autocrítica, coraje y compromiso, para analizar las razones que nos han llevado a esta travesía del desierto de interminables remiendos de un modelo que hace ya años que da claras muestras de agotamiento; para abordar con decisión unos cambios que por cada día que se retrasen serán más difíciles y costosos, y para involucrarse en el empeño.