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19 nov. 2013 19:09H
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Llegó el otoño, y con él la gripe. El Ministerio de Sanidad nos informa que la vacunación es el método más eficaz para combatir este virus. Muchas Comunidades han empezado ya las campañas de vacunación. Y con ellas los debates sobre, entre otros, el valor social de la vacunación.

Las vacunas constituyen uno de los pilares más representativos de la Medicina Preventiva. Un universo científico de más de 200 productos dirigidos contra unos 20 agentes infecciosos, según la Organización Mundial de la Salud. Se trata, como es sabido, de medicamentos biológicos dirigidos a la inmunización de la población ante determinadas enfermedades y su contribución a la salud pública es incuestionable, tanto que, desde aquella primitiva variolización, en el siglo XVIII, han hecho disminuir la mortalidad tanto como el acceso al agua potable y más que los antibióticos.

Si reconocemos tan alto valor sanitario a la vacunación, enseguida, a sensu contrario, debemos encontrar, ante una no vacunación, la concurrencia eventual de un daño o, cuando menos, de un riesgo para la salud. En presencia de esta situación, de una persona no vacunada y que ha contraído la enfermedad que pretende, precisamente, evitar la vacuna, sin embargo, podemos encontrarnos con su origen en causas o sujetos diferentes.

La carencia de vacunación puede deberse a una conducta omisiva de la Administración Sanitaria, eludiendo su obligación de facilitar el producto, o al hecho de haber autorizado uno erróneo. Puede ser el causante el farmacéutico dispensador, que no facilitó la vacuna que se demandaba, equivocó el producto o dispensó el correcto, pero en estado deficiente. También el agente responsable puede ser el profesional sanitario, de atención directa, quien no quiso vacunarse, contrajo la enfermedad y la pasó a un paciente a quien atendía. Puede, por último, encontrarse la causa en el propio sujeto infectado, que no se vacunó, o en los representantes legales del menor, que no pusieron los medios para que  fuera vacunado y en ambos casos la persona infectada derivó la enfermedad a terceros.
Insertadas todas estas posibilidades se agruparían en dos grandes bloques: Daños causados al propio enfermo, por no haber sido vacunado, a pesar de que quería esta atención sanitaria y daños que este pueda causar a terceros por no haberla querido, precisamente.

Y dentro de esta última quisiera detenerme cuando el causante del daño puede ser el propio profesional sanitario de atención directa, que contagió o transmitió al paciente la enfermedad que padece aquel y que contrajo como consecuencia de no haberse vacunado. Pero… ¿acaso este profesional está obligado a vacunarse?
La normativa española configura el derecho a la protección de la salud en el escenario de la autonomía de la persona. Es decir, configurando un derecho a recibir atención sanitaria, reconoce la existencia del reverso de este derecho, que es la capacidad de negarse a recibir dicha asistencia, con carácter general y con las excepciones legalmente previstas Ya nuestra Ley 14/1986, General de Sanidad recogía esta capacidad de negativa en su artículo 10.9 y lo refrendó la Ley 41/2002, de Autonomía del Paciente, repitiéndose esta opción en la Ley 33/2011, General de Salud Pública. En este sentido en España las indicaciones vacunales son sólamente recomendaciones sanitarias y por ello de libre aceptación, salvo los concretos casos de epidemias o riesgo para la salud pública. En la Cartera de Servicios de Atención Primaria se sitúa la vacunación en el mismo nivel que la prevención cardiovascular, por ejemplo.

El profesional sanitario, como cualquier ciudadano, posee esta libre determinación. Ahora bien su cometido de proteger la salud añade un factor a considerar en este marco de libertad decisoria y matices especiales más allá de un voluntarismo proteccionista. La necesidad de la vacunación de los profesionales y la eventual consideración de la obligatoriedad, va en función, naturalmente, de la peligrosidad de la situación sanitaria y del riesgo biológico que haya de asumirse. ¿Qué sucede si el profesional, por cualquier motivo, está contaminado y particularmente de determinadas infecciones virales? ¿Cuál es su responsabilidad?

Si entendemos por responsabilidad la necesidad de responder y la ceñimos al hecho de no haberse vacunado, podemos deducir la escasa posibilidad de reproche, desde un punto de vista legal, que puede dirigirse al profesional que haya optado por esa decisión personal. El criterio de la libertad tiene un peso decisivo, para las personas que deciden no vacunarse, ciudadanos respecto de sí mismos e incluso profesionales de servicios sanitarios, con las especiales connotaciones que en este caso tiene esta conducta respecto de su propia persona y de los usuarios y pacientes a los que atienden. Ahora bien, si dejando a un lado la simple negativa, sin daño a alguien, entramos a considerar que esta conducta abstencionista dañe a alguien en concreto, las consideraciones pueden ser otras muy diferentes desde los puntos de vista legal, o ético deontológico ámbitos diferenciados y el último de los cuales se ocupa de analizar, en la materia que nos ocupa, el Código de Deontología Médica.

En este planteamiento comparto la tesis del Magistrado Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cantabria, César Tolosa, de “si un paciente sufre un daño como consecuencia de un contagio por una falta de vacunación del profesional sanitario, podría existir un supuesto de responsabilidad de la Administración, que debe indemnizar los daños y perjuicios ocasionados a este paciente, sin perjuicio de que después esa propia Administración Sanitaria pudiera repercutir el cobro o el pago de la indemnización en aquella persona que en su caso hubiera podido ocasionar el daño”. Supuesto este último del artículo 145 de la antes mencionada Ley 30/1992, conocido como acción de regreso y limitado a los casos de grave negligencia y tan escasa aplicación. Si el profesional contagiador no estuviera encuadrado  en la Medicina Pública estaríamos en presencia de una responsabilidad, igualmente en el terreno deontológico con sus posibles implicaciones indemnizatorias civiles, en su caso.

Teniendo en cuenta el consenso científico acerca de que la vacunación supone un balance positivo en la comparación de riesgo beneficio para la salud, parece que debiera existir un principio de obligatoriedad de vacunación, por encima del voluntarismo actualmente existente, en cuyo seno podrían, desde luego, inscribirse aquellas excepciones que se considerasen pertinentes. Deben ser evitadas las tensiones entre los derechos de los individuos y la necesidad de proteger la salud pública y para ello es de primera importancia que la Administración Sanitaria encuentre el modo de explicar la bondad de la vacunación para todos, el valor social de la vacunación. No es lo mismo negarse a una vacunación de tétanos que a una de sarampión, ya que en el primer supuesto el potencial daño se queda en quien se niega a ser vacunado. No parece muy solidaria la postura de quien se beneficia de vivir en una sociedad con alto factor de inmunización e ignora el daño que pueda ocasionar a terceros por no inmunizarse a sí mismo.


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