Por José María Pino
El Tribunal Constitucional parece haber cerrado una larga controversia sobre la obligatoriedad o no de la colegiación, que da la razón a las corporaciones profesionales, defensoras de la normativa estatal y contrarias a que las autonomías hicieran de su capa un sayo y legislaran por su cuenta y riesgo sobre el personal a su cargo. Primero fue Andalucía, después Asturias y Extremadura, y lo cierto es que la cada vez más cuestionada colegiación obligatoria ha recibido un balón de oxígeno en un momento crítico para el statu quo de las profesiones liberales.
Muchos colegios, con sus juntas directivas a la cabeza, tendrán la tentación de pensar que el asunto está resuelto y que, mientras la normativa estatal no se modifique –incluyendo a la mismísima Constitución, en la que la naturaleza de los colegios encuentra su base legal hoy por hoy indiscutible-, habrá colegios profesionales para rato. Harán mal en caer en la complacencia y, sobre todo, correrán el riesgo de provocar el efecto contrario: que los profesionales les hagan pagar con el descrédito la ausencia misma de modificaciones legislativas en una materia que, de una u otra manera, las está pidiendo a gritos.
Porque vale que en las autonomías y servicios de salud donde se ha ensayado la colegiación voluntaria no se ha producido una fuga indiscriminada de profesionales, liberados al fin de las obligaciones colegiales. Nada de eso: han sido pocos los casos de profesionales que han optado por la baja y muchos más, de hecho la inmensa mayoría, que han decidido permanecer colegiados. Algunos, por convicción, otros por temor a consecuencias indeseadas en el ejercicio profesional, y seguro que los ha habido por simple y llana pereza, o despreocupación, algo que en los médicos, más pendientes de su consulta y del paciente que de cualquier otra cosa, ocurre más veces de las debidas.
Pero insisto: que no haya habido bajas significativas de colegiados no puede ser interpretado por los colegios como un triunfo de sus tesis obligatorias. Porque la desafección, a mi juicio, persiste. El médico –también otros profesionales, pero en especial, el médico- no encuentra en los colegios esa organización profesional de relieve, poderosa, aglutinadora y, sobre todo, con autoridad y prestigio reconocidos a la que estaría encantado de pertenecer. Y esta falta de seducción hacia el profesional es un problema secular de los colegios, perceptible desde hace años, y que está lejos de solucionarse.
Sería oportuno que los presidentes provinciales y al frente de todos ellos, el Consejo General, hicieran una necesaria autocrítica de por qué tienen una consideración tan escasa, por no decir negativa, entre la colegiación. Y que, a partir de ese primer reconocimiento, pudieran generar una corriente de actuación, dirigida a promover nuevos espacios de encuentro, especialmente con los profesionales más jóvenes, que son los que, para bien o para mal, contribuirán a perfilar el futuro de las corporaciones.
El final del debate sobre la colegiación obligatoria no es el final del debate sobre el futuro de los colegios. Y la conclusión del segundo es bastante más trascendente que la del primero.